martes, 31 de enero de 2017

Un encuentro inesperado

Lucia abrió asustada los ojos. Tardó unos segundos en volver a recobrar el sentido, respirar con normalidad y ralentizar los latidos del corazón. Cuando por fin pudo recobrar el control de su cuerpo, se dio cuenta de que seguía en su habitación, oscura, imponente ahora en la noche, y en la que solo un pequeño haz de luz proveniente de la calle, que se conseguía colar entre el pequeño hueco de las dos cortinas, la iluminaba con total indiferencia. Seguía en su cama, tumbada y tapada con una fina sábana blanca hasta el cuello. Tenía calor. Estaba empapada de un sudor frío, gélido, que bajaba desde su frente, deslizándose por el borde de la nariz hasta llegar a la punta de la misma, precipitándose, finalmente, gota a gota, en la almohada.


Se dio cuenta de que algo no iba bien. Notaba que la observaban, que la acosaban, aunque no pudiera ver nada, debido a que aún no estaba acostumbrada a la oscuridad de la habitación. Escuchaba pasos, risas. Carreras de un extremo de la habitación al otro. Pasos cortos pero nerviosos, activos e incansables. ¿Era posible que hubiera un niño en su habitación?


Asustada, Lucía, empezó a incorporarse. Su vista ya se había adaptado a la más remota oscuridad de la noche. Sin embargo, aunque su deseo era descubrir el autor de aquellos extraños ruidos, un sentimiento de desconfianza y miedo se apoderaban de su cuerpo, haciéndole cerrar los ojos. ¡No tengas miedo! Se repetía una y otra vez para ella misma, mientras los pasos del niño seguían resonando en el eco del suspense.


De repente, Lucia, una vez incorporada, y ahora sentada en su cama, abrió los ojos con fuerza y dirigió su mirada de izquierda a derecha esperando encontrar a alguien. Se escuchaban los pasos, pero no veía nada. El interruptor parecía estar ahora más lejos que nunca. Sabía dónde encontrarlo, conocía su habitación de memoria, pero no se atrevía a salir de la cama.


Lucia gritó, sin entender el por qué. Su miedo y sus nervios ya eran dueños y señores de su mente. Entonces los pasos cesaron. Lucía con los ojos bien abiertos, giró la cabeza lentamente siguiendo la dirección del sonido, intentando intuir la última posición del niño.


Allí estaba, frente a la ventana, iluminada por el pequeño haz de luz. Era María, no hay duda. Pequeña, inocente, pero ahora estática, con los ojos bien abiertos y la mirada fija en ella. No era la misma, carecía de vida, sus mejillas no tenían ya ese color rojizo, ahora su tez era blanca como el marfil; tampoco sus ojos trasmitían la alegría de siempre, estaban vacíos; y ahora su cabello, meses antes dorado, sedoso y brillante, había perdido color. Se mantenía impasible, inmóvil, sin la elegancia con la que antes se movía. A pesar de todas estas diferencias, había algo que a Lucía le seguía trasmitiendo confianza, el vestido. Una elegante gala de color azul cielo, cuya parte de arriba constaba de dos finos tirantes, uno de ellos (el derecho) adornado con una pequeña rosa blanca; y cuya parte de abajo estaba rematada por una falda, adornada con cuatro volantes, que llegaba hasta la rodilla; dejando resaltar unos brillantes zapatos de charol blancos, que ahora completaban un conjunto que no lucía igual que meses antes de la muerte de su hermana.

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